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Aquí dejo un texto para reflexionar, de Leo Masliah, titulado "Lecturas", y que bien nos sirve para poder pensar nuestra propia práctica de la lectura.



los veinte años descubrí el placer de la lectura. Antes no había pasado de las primeras páginas de un Verne que mis padres me habían regalado y que yo durante años mantuve sobre mi mesa de luz, como recordatorio de una especie de deuda cultural que de algún modo creía haber contraído con la sociedad.
Pero una vez me puse a mirar los lomos de los libros en la biblioteca de un amigo y vi El club de los suicidas . Este título movió mi curiosidad. Saqué el libro y, sin proponérmelo, lo leí hasta el final. Al terminar me sentí como un ateo que hubiera visto a Dios. Me puse a buscar algún otro material de ese autor, R. L. Stevenson. Estaba La isla del tesoro . Lo empecé y seguí leyendo con avidez hasta que mi amigo me echó (por suerte, con el libro). Cuando lo terminé me puse a buscar alguna librería donde comprar más de ese autor. Creí encontrar una, pero para mi desazón, detrás del cartel que decía "librería" sólo había una ridícula casa de venta de artículos escolares. Por suerte al lado había una biblioteca municipal. Pasé horas leyendo El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr Hyde . Después, examinando el índice de títulos de la biblioteca, encontré algo llamado El club de los parricidas , de un tal Ambrose Bierce. Fui por el volumen y me encontré con que su lectura me era tan placentera como la de Stevenson. Maldije para mis adentros a Verne, quien me había inculcado la convicción de que toda lectura debía ser tediosa.
Así fueron mis comienzos como lector. De Stevenson y Bierce pasé, por recomendaciones de amigos, a Chesterton, Lovecraft y Agatha Christie, y por recomendaciones de enemigos a Conan Doyle, Van Dine y E. Stanley Gardner. De los cuentos policiales de Poe pasé a Eureka, lo cual me estrelló contra mi analfabetismo filosófico. Pergeñé entonces un plan de estudios, que fue cambiando en la marcha de su propio cumplimiento, a medida que averiguaba que había existido fulano o mengano, y que su lectura era indispensable para comprender a perengano. Al llegar a Foucault me entusiasmé con la idea de que cada época tiene una sola cosa para decir, así que me puse a estudiar historia. Al leer a Engels simpaticé con el nexo causal entre las instituciones humanas y sus relaciones de dependencia económica, así que orienté mis estudios hacia Quesnay y Friedman, pero pronto comprendí que me sería imposible entender nada si no me armaba, al menos, de una aritmética elemental. Me compré el libro de Pedro Martín, pero no había llegado a la tercera página de este trabajo cuando me atormentó un severo autocuestionamiento del giro que había tomado mi calidad de lector. Qué estaba pretendiendo, ¿aprenderlo todo? ¿Convertirme en un Da Vinci, en un Asimov? Me había degradado de lector a estudiante. Tomé un colectivo rumbo al centro, pensando bajarme en la zona de mayor concentración de librerías y empezar a revolver todo hasta encontrar algo que me asegurara el éxtasis que un día Stevenson me había deparado. En cierto momento vi una chica que leía un minúsculo librito con tanta atención que las violentas sacudidas que sufría el vehículo cada vez que pasaba sobre un pozo o una zanja no le hacían torcer ni un milímetro la cabeza. Y su cara iba denotando una sucesión de hondas emociones, desde una plácida alegría hasta un súbito furor, pasando por el llanto y la aflicción más opresiva y desconsolada. Luego de luchar varios minutos contra las desviaciones que a mi vista infligían las sacudidas del colectivo, logré leer el nombre del autor del libro: Corín Tellado.
Los vendedores me miraban con desdén cuando les preguntaba por esa especie de sustantivo calificado con participio. Hasta que uno dio una pista. Fui a dar a un establecimiento de canje de revistas y de lo que allí llaman "novelas", que son libritos con el formato del que yo había visto con la muchacha, en el colectivo. Tuve dificultad en elegir cuál o cuáles comprar, ya que había cerca de ocho mil.
Esto pasó hace ya muchos años. Mi nueva casa dispone de tres habitaciones ya llenas de libros de Corín Tellado, todos leídos. Pero sé que hay más, sé que siempre habrá muchos más, los suficientes como para alimentar las horas libres hasta el fin de mis días.

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